lunes, 23 de mayo de 2016

Eva y los cuentos


Pues resulta que Dios hizo al Hombre a su imagen y semejanza… y como esa tarde Eva no estaba del mejor humor los mandó –por presumidos- a dar la vuelta a la manzana.

De modo que Eva se quedó bien agusto en su jardín sin nadie que la molestara. Por un ratito, ya que como buena Eva no se podía estar quietecita por mucho tiempo. Le hubiera encantado mover un par de ríos, cambiar de lugar esas tres lomas y poner ese arbolito del conocimiento un poquito más pa´llá, así que después de un rato casi se arrepintió de haber mandado al Adán a dar la vuelta.
Pero decidida a aprovechar que el donador de costillas y Don “Hágase la luz” se iban a tardar –pues como bien saben, la manzana era grande- decidió ponerse a hacer lo que más le gustaba hacer: usar la palabra, contar, inventar mundos e historias.

Así que lo primero que hizo fue inventarse compañeras para contarse juntas. Le daba flojera contarle a la serpiente (que era la única otra cosa platicadora por aquellos rumbos), así que se inventó a las abuelitas de cada raza. Luminosas viejecitas de todos los colores, con buena lengua y mejor oreja. ¡Y la  contadera comenzó!
Juntas dieron rienda suelta a todos los cuentos, de su voz surgieron princesas que iban a la guerra, guerreras que volaban en palos de escoba, brujas vestidas de rosa con una preciosa coronita en la cabeza, se contaron sobre diosas que hacían hombres de masa de maíz, sobre curanderas que solo aparecen cuando huele a lluvia, le dieron vida a Sherezada, a Eva Luna y a Laura Casillas. Se contaron historias hermosas y terribles, de las que rompen el corazón y también de las que lo sanan, lloraron juntas y se rieron hasta que les dolió la panza.
Y con cada cuento el mundo se hacía más grande y más rico. De ahí nacieron los colibrís y el agua de horchata, la luna cuando sólo es una uñita, el aroma de las guayabas, la salsa de molcajete, las miradas congela-escuincles y los besos levanta-muertos. Ahí en el jardín del Edén –entre cuento y cuento- se inventaron los abrazos de mamá, los niños que (como mi hija) con solo reír se echan a volar, las palabras indignadas y aunque ustedes no lo crean también el café cargado y las arañas pequeñitas.

En esas estaban, bien contentas con tanto cuento, cuando por fin regresaron Dios y el Hombre. Ellos venían fastidiados de tanto caminar, bien calladitos porque no hay mucho de que platicar con tu imagen y semejanza, pronto la charla se pone muy aburrida. Ellas estaban tan concentradas que no se dieron cuenta, o si se dieron cuenta no les importó gran cosa. Ellos estaban a punto de interrumpir, pero al escuchar las voces su  silencio se hizo más profundo… ¡El hechizo estaba muy cabrón! ¡Había tantas cosas nuevas que surgieron  de los cuentos! ¡Sus palabras estaban tan llenas de fuerza!

Además fue justo cuando una de las ancianas empezaba la historia de Rosario, Chayito le decían, la de la cucharita de plata; así que el Hombre y Dios se quedaron todavía más silenciosos, pelando los ojos y cuadrando las orejas ahora no de aburrimiento sino de asombro.

Y con su voz sin tiempo, la anciana contó:






Así terminó la historia de la abuela… y así seguimos nosotros, asombrados, sin mucho que decir. Esperando que Eva nos invite otra vez al jardín, que nos enseñe de su magia, que nos pida que movamos aquel cerrito de aquí para allá y que la próxima vuelta a la manzana la demos tomados de la mano.

Sergio Hernández Ledward
(Para el Festival Internacional de Narración Oral - Palabras al Viento 2016)

lunes, 16 de mayo de 2016

De aprendices y maestros

Acaba de pasar el día del maestro, mítico ser: odiado, temido, admirado, mal-pagado, dizque-evaluado, marchista, sembrador de esperanzas, marchitador de sueños, parista y casi cualquier cosa que termine con ado, ido, to, so o cho.

Aunque no soy docente de profesión, me dedico a eso de estar frente a grupos y apostarle a que algo podemos aprendernos juntos. Así que la reflexión sobre qué significa ser maestro (o que quiero que signifique para mí) es casi, casi obligada.

De entrada quiero dejar bien clarito (para mi mismo, sobretodo) que no creo en el hombre -ni en la mujer- que se crea a sí mismo; aunque alguna influencia debemos tener en esa misteriosa labor. No podría ser quien soy, saber lo que sé, ni hacer lo que hago sin mis maestros. No creería en lo que creo. Mis grandezas serían muchas menos y mis estupideces muchas más.
A dónde volteo miro a mis maestros. Maestros-padres,  maestros-hermanos, maestros-amigos, maestros-libros, maestra-hija, maestra-esposa... ¡Hasta maestros de profesión! Imposible pensar que sólo soy fruto de mi esfuerzo. Estoy en deuda con el mundo, con los maestros buenos y los regulares, con los maestros que recuerdo con frecuencia y con los que ya se me olvidaron, con los que se sentían muy chichos y con los que no se daban cuenta que lo eran. Sólo se me ocurren dos maneras de ir pagando -extrañas formas de hacerlo: la primera es hacer crecer la deuda, la segunda poner en deuda a otros.

Me explico. Para pagar la deuda hay que hacerla crecer. No veo mejor manera de honrar a mis maestros que seguir aprendiendo. Así que hoy quiero reafirmar mi compromiso como aprendiz. ¡Que la deuda aumente! Soy novato, pie-tierno, cinta azul, principiante. Quiero seguirlo siendo mientras haya camino. Como buen principiante aspiro a equivocarme mucho, a hacer muchas preguntas (muchas muy estúpidas y algunas buenas también), a conseguir ser esponja.
Para pagar la deuda hay que poner en deuda a otros. Que no se me olvide que soy maestro, que lo que se comparte crece, que lo que se brinda se multiplica. Ojalá mi mirada se profundice, mi corazón se amplíe y mi mente se afile como espada, que pueda poner esa mirada, ese corazón y esa mente al servicio de otros. Que mi generosidad crezca. 

Me parece que no hay de otra, se trata de quitar las etiquetas. Alumno y Maestro en el fondo son lo mismo... o por lo menos eso quiero creer.

¡Feliz día a todos! ¡Gracias maestros! (estamos en deuda)

Sergio